
Ahogándome en un vaso de agua
Era martes. Lo recuerdo como si hubiera sido un sueño. Llevaba tres días en mi estudio trabajando en el diseño de la revista cuando Alvarito Damián apareció de improviso. “El concurso de poesía se cancela”, me dijo, y dio un portazo que por poco me tira unos planos del restirador. Con una tristeza profunda se dejó caer rendido en el sillón que estaba pegado a la ventana. Miraba el jardín. María y Angélica pasaban con unos amigos. “Poetas”, dijo Alvarito en un tono casi sarcástico, como queriéndose sacar una espina del corazón. “Toma”, le dije, y se bebió el vaso de whisky de un solo trago y sin respirar.
Los siguientes tres días no salimos del estudio más que para orinar.
Era viernes cuando la mujer de Álvaro se apareció en la puerta del estudio y se lo llevó a rastras. A su vez, la madre de mis hijas me secuestró de aquel espacio y me llevó a la cocina donde me ofreció café. Le dije que no. Me ofreció de comer. Le dije que no. “¡Al menos tómate un vaso de agua y deja de torturarnos a todos!”
Ella sale. Quim Font se queda en la cocina completamente solo. El vaso de agua, quieto como un animal al acecho, lo mira desde el centro de la mesa. Quim Font se hunde lentamente sobre su asiento y llora como un niño. “Laura”, repite a intervalos, “Laura, no te vayas nunca”. Quim Font se ahoga irremediablemente entre sollozos.
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