
A la deriva
Camino a la deriva por el barrio, cerca de casa, sin ir muy lejos para no perderme. Me acerco a las ventanas y las miro. Me pregunto qué hay detrás. A veces me imagino a mí mismo devolviéndome la mirada. No sé dónde he visto antes estas ventanas, esos ojos, ese reflejo. Paseo por la calle de Colima como un sonámbulo, me pierdo. En algún punto cruzo Ámsterdam, más tarde me aventuro por Medellín. Cuando paso por Sonora pienso en Lupe, en Ulises, en Belano, en García Madera, en el desierto. Sueño. Sueño que soy un impala blanco. Corro. Llego a los parques, los cruzo enloquecido como plazas desiertas y me dejo caer sobre los arbustos como un pedazo de basura que nadie reconoce. Doy vueltas. Trato de mirar hacia arriba pero el cielo está cubierto por las copas de los árboles. Los cables atraviesan entre ellas, se enredan entre ellas, las abrazan, las asfixian, las devoran. Doy vueltas. La piel me sabe a tierra, a polvo, a superficie terrestre, a presente. No encuentro la entrada al centro de la tierra. Olvido cómo contar hacia adelante o hacia atrás. Mientras me pongo de pie me convenzo de que ya no existo. Me quito los zapatos. Corro descalzo sobre el pavimento sin un rumbo fijo y en el camino encuentro a las víctimas de esta urbe monstruosa. Nada es como lo recuerdo.
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